jueves, 25 de enero de 2007

El Chullachaqui de Lequerica

Pako Bardales en el Diario de IQT reporta que dentro de breves semanas, gracias al auspicio del Centro Cultural de España y su director Ricardo Ramón, se realizará la proyección del corto cinematográfico “Chullachaqui”, producido, dirigido y distribuido por jóvenes loretanos, en lo que se considera el primer gran esfuerzo loretano por crear una industria cinematográfica de ficción en nuestra amazonía.

Con toda seguridad que una de las fuentes consultadas fue la versión de este personaje recreada por German Lequerica en una de las aventuras de su Soplador Bora.

EL SOPLADOR, EL TIGRE Y EL CHULLACHAQUI
Por: Germán Lequerica


I. EL SOPLADOR Y EL TIGRE

Aquella mañana lluviosa el soplador iba silbando por el monte en busca del mitayo que su Servidora encinta le había perdido como un antojo. Llevaba la cerbatana al hombro y el carcaj de pequeñas flechas atado a la cintura.

Mientras caminaba distraído en medio de la persistente llovizna recordó que su mujer le había dicho: “Si hoy no almuerzo una pava gorda voy a abortar”. Y sin saber por qué sintió un leve mareo y náuseas.

Dejó de silbar. “Creo que a mí también me ésta pegando el embarazo. Si no llevo la pava ella comerá sólo flores silvestres y dirá que no soy un buen Servidor”, se dijo el Soplador y esto le dio fuerzas para subir la empinada loma del camino.

Así la mañana se estaba yendo. La población de animales de monte hacía oír cantos de loros, paujiles, pinshas, manacaracos, gavilanes y monos. Pero ni una voz de pava. Tal vez porque las nubes no cesaban de llorar desde el cambio de luna, hacía varios días, y las pavas no tenían paraguas con que salir.

En eso, despuecito que la chícua dejó escuchar su grito de alerta, el soplador sintió la presencia del Tigre. Se detuvo en el acto. No estaba nervioso porque él no temía a nadie, para eso era el Soplador, el Sol-del-Centro, el que arde e ilumina toda la selva.

Armó su cerbatana. Giró la cabeza lentamente hacia la izquierda y no vio nada. Giró a la derecha y tampoco nada. Dio media vuelta para mirar atrás, y nada.

Pero el soplador tenía la certeza de que por ahí debía estar el Tigre en acecho, preparando una celada para sorprenderlo, porque de pronto un enorme silencio se había apoderado del monte. Un silencio paralizante y extraño.

Ni un grillito se atrevía a cantar. Los pájaros refugiados en sus nidos apenas asomaban el pico. Las mariposas quietas en las ramas tenían las alas plegadas. Una hormiga miedosa se había quedado inmóvil con una patita levantada. Todo el mundo estaba tenso, ni el aire movía las hojas.

El Soplador se acuclilló a observar el monte palmo a palmo con la pucuna lista para soplar. Así estaba cuando vio que detrás de una aleta de remocaspi se movía como una culebrita el pardinegro rabo del Tigre, justamente por donde él iba a pasar. “Aja, ahí está”, se dijo el Soplador.

-Señor Tigre - le habló -, sal de tu escondite, quiero verte, ¿Por qué quieres asustarme?

Al verse descubierto, el Tigre saltó al camino y echó un rugido tan fuerte que debió escucharse en los confines del bosque. Y amenazante dijo:

- Te voy a comer Soplador. Me han dicho que tu carne es bien rica. Así que prepárate para entrar en mi barriga.

Ante tales palabras, el Soplador trató de persuadirlo.

- Abuelo Tigre, tú no puedes comer a tu nieto. En mi maloca jamás comemos Tigres.

- Pero yo quiero probar carne humana -replicó el Tigre-. Así que despídete que te voy a comer.

Y diciendo esto, el Tigre se puso a afilar las garras en las aletas del remocaspi. Abría surcos hondos en la blanda corteza del árbol que, soportando el dolor que le causaban las heridas, veía correr su blanca sangre hasta tocar la tierra.

- Si me comes ahora –insistió el Soplador-, ¿Quién le llevará el antojo a mi mujer? ¿Acaso quieres que aborte? Además, ella se quedaría sin su Servidor y sólo comería flores del monte.

El Tigre apretó los colmillos midiendo la distancia que los separaba y lo miró colérico, abriendo los grandes y deslumbrantes ojos dorados. El Soplador advirtió que la cosa iba en serio, y como no quería dar muerte al Tigre, cambió la flecha envenenada por otra sin curare y lo amenazó:

- Si de veras quieres comerme, entonces te voy a soplar.

Y le sopló:

Al ver la flecha en el aire, el Tigre dio zarpazos desesperados para evitar ser herido, pero el virote se clavó en una de sus manos.

- ¡Ay! ¡ay! ¡ayyy...! –Se lamentó el Tigre tratando de huir en tres patas –. Ahora sí ¿quién me va a sacar este virote?

- Que te lo saque Androcles- le dijo el Soplador.

Y dándole las espaldas continuó su camino en busca de la pava, mientras la llovizna seguía cayendo y el monte se inundaba de nuevo de voces y de cantos.

II. EL SOPLADOR Y EL CHULLACHAQUI

Luego de su encuentro con el Otorongo, el Soplador siguió buscando la pava que su Servidora encinta le había pedido como un antojo. Notó que ya no llovía, que un tibio resplandor le acariciaba el rostro cobrizo y que el aire alborotaba las copas de los árboles con su aleteo refrescante.

Había sol y brisa, se dijo. Eso era bueno. Tal vez ahora las pavas se animaban a salir con sus polluelos en busca de alimento, se toparían con él, y de ese modo su Servidora ya no abortaría ni comería sólo flores silvestres. ¿Acaso él no era el Sol-del-Centro, el mitayero más diestro de toda la selva?

Razonaba así cuando escuchó a lo lejos un canto. Lo reconoció con una sonrisa que entrecerró sus negrísimos ojos. “Es una pava –susurro -, ¡al fin!”. Y en vez de seguir por la trocha se internó en la cerrada maleza. Con el mayor sigilo sorteó arbustos, sogas y cortaderas, quebrando a su paso las ramitas que le señalarían el camino de retorno.

Avanzó un largo trecho así, cauteloso, atento a cada sonido, a cada hoja que se movía fuera de su alcance, y cuando calculó que por ahí nomás debía estar la pava, se detuvo. Paró las orejas para captar el más leve ruido que delatara la presencia del ave. En eso, un nuevo canto. Similar al anterior, pero distante.

No se había dado cuenta que a escasos metros de sus pies descalzos, oculta detrás de una mata de bijao, una pava temblaba de miedo. Al verlo acercarse, había ordenado a sus polluelos esconderse debajo la hojarasca, mientras ella, con el pescuezo en alto, espiaba al Soplador por las rendijas de las hojas abiertas en abanico.

En la breve pausa, el Soplador observó el entorno y no encontró rastros del ave. Entonces calculó el lugar exacto de la pava que había cantado la segunda vez. Revisó sus armas y se abrió paso por el monte a gran velocidad. Ahora sí la ubicaría y la soplaría a primera vista.

Libres de la amenaza, la pava y sus polluelos volvieron a su rutina de perseguir insectos entre hierbajos y cortezas podridas. Pero la pava sabía que ese último canto no era el de una pava como ella y que algún espíritu del bosque le había imitado su canto para salvarla del peligro.

Se alegró por ello y reunió a sus polluelos.

-Niños -les-dijo-, este lugar no me gusta. Huyamos.

Entre tanto, el soplador había llegado al borde de un descampado en medio monte. Debía ser una chacra abandonada, una purma, pensó. Árboles viejos y altos circundaban el pequeño cultivo. Ocultas por la hierba crecida vio en el interior algunas frutas maduras: piñas olorosas, cashos amarillos y rojos, huevos de gato en sus racimos llenos de hormigas.

Se le hizo agua la boca, y sin pensarlo más se metió en la chacra. Desgajó una piña rosada, la peló con su breve cuchillo curvo y se la comió en un santiamén, estaba dulce y sabrosa, se dijo, y aunque picados de pájaros, los cashos debían estarlos también. No los cogió porque ahí mismito se acordó de la pava.

Pero en eso descubrió en el suelo húmedo la huella de un pie que no era el suyo, y un paso más allá un rastro borroso como el de otro pie más chico, sin dedos. ¡Serían las pisadas de un ser que cojeaba al caminar? Al pensar así sintió como que alguien oculto le ahuaitaba desde el lindero de la purma. Y un súbito estremecimiento le recorrió el cuerpo.

-¡Chullachaqui! –susurro-. ¡Estoy en su chacra!

Aunque él no se asustaba así no más, temió por su suerte. Sabía que este demonio del monte, este espíritu a veces burlón y travieso, no perdonaba una ofensa. Confundía los caminos o los borraba para extraviar a sus víctimas, las enfrentaba a visiones de animales desconocidos y feroces. Sintió un ligero desmayo y se arrimó a un arbusto para no caer.

Entonces lo vio asomar por entre las matas de piña y venir hacia él, balanceando el cuerpo. Era casi un enano, barrigón. La extraña criatura tenía el rostro cambiante, como el de una máscara
que reproducía al mismo tiempo los gestos de la ira, el sarcasmo, la risa. Traía en la mano una delgada rama de huingo, agitándola como un látigo amenazante.

Los viejos contaban a los niños en las noches de miedo que el Chullachaqui llevaba en sus holgados pantalones saltacochas, baratijas de origen desconocido, luciérnagas de fantasía, olores y sonidos delirantes, y en los amplios bolsillos de su camisa de vichí a rayas, pinturas de colores estrafalarios, dibujos de personajes míticos, auroras boreales y arcoiris. Por eso, cuando por algún motivo se enfurecería, arrojaba estos elementos al aire produciendo estallidos, reflejos deslumbrantes, fuegos fatuos y apariciones fabulosas. Quienes tenían la desventura de presenciar estas visiones enloquecían sin remedio.

Se detuvo a unos pasos del Soplador y le dijo:

-Sé quién eres. ¿Qué haces en mi chacra?

Las palabras de aquella voz grave y áspera golpearon los oídos del Soplador como ramas que se desgajan con el viento. Comprendió que se enfrentaba a un adversario poderoso y decidido. Sabía que los espíritus del bosque gobernaban sabiamente la existencia y el destino de los que allí moraban desde el inicio de los tiempos. Ellos podían dar o quitar, premiar o castigar. Así había sido siempre, y así sería.

-Pasaba por aquí. No sabía que era tu chacra –atinó a responder el Soplador.

Y se dio cuenta que no estaba asustado, que más bien se sentía seguro de sí mismo, dispuesto a enfrentarse a esta realidad que amenazaba mellar su condición y jerarquía de Sol-del-Centro.

-¿No lo sabías? ¿No viste acaso mi fruta preferida, el huevo de gato?

-No me fijé. Sólo vi las piñas y los cashos.

-¡Mientes! ¡Que haces aquí!

-Sólo busco una pava para mi Servidora. Está encinta y es su antojo.

Entonces el Chullachaqui se enfureció como nunca y le dijo no me importa el antojo de tu mujer, todos los animales del monte son míos, no los puedes soplar sin mi permiso. Ellos vivían huyendo de los cazadores, eludiendo las trampas, le dijo, tú no puedes matar a mi Pava Pishca, a mi Hullpa Venado ni a mi Huapo Colorado. Se estaban extinguiendo y por eso ya no los encontraba en su camino, desaparecían si no los defendía ¿Y de qué voy a vivir? ¿Qué voy a comer?, le pregunto al soplador. Caza lo que encuentras cuando te lo regalo, no seas antojero. Pero el Soplador insistió que sólo estaba buscando una pava cualquiera, si no la llevo, mi mujer abortará. Así que le suplicó que le permitiera encontrarla. Sólo por esta vez, le dijo. ¡Aja!, quieres que te regale una pava, ¿no? Pues bien, toma. Búscala aquí, le ofreció sacando de sus repletos bolsillos un manojo de dibujos. Escoge la que quieras.

El Soplador desplegó los papeles en la hierba pero en ninguno de ellos encontró la pava que quería, porque los dibujos eran de aves que él nunca había visto.

-No está la que busco - se lamento decepcionado.

-Claro que no. Las que están allí ya no existen, fueron exterminadas en otros tiempos. Pero aquí tienes algunas que puedes atrapar –le retó.

Y lanzo al espacio visiones de aves fabulosas cuyos vuelos se entrecruzaban en medio de granizos aterradores. Al instante cayó sobre el lugar un repentino arcoiris: las gotitas de luz iluminaron el bosque y el cuerpo del Soplador como una tenue garúa de colores. Entre el asombro y la locura, éste empezó a disparar sus flechas envenenadas contra aquellas apariciones. Eran pavas con cabeza de tortuga. De mono o de serpiente, alas de mariposas azules, de bocholochos o de garzas, colas de oso hormiguero, de caimán o de aves del paraíso.

Apenas los virotes del Soplador daban en el blanco, las visiones desaparecían como globos que revientan. Pero una pava fue alcanzada, plegó sus alas y rebotó en la hojarasca al pie de un enorme castaño. El Soplador la recogió apurado y la aprisionó en sus brazos. Y como un poseído emprendió el regreso, festejando su triunfo con gritos desaforados. Mientras se alejaba, la sarcástica risa del Chullachaqui se expandió en el monte, resonando en las hojas y en el aire.

Anochecía ya cuando el Soplador, en desesperada carrera por el bosque, encontró al fin la trocha perdida. Fue entonces que dejo de correr y pensó en su Servidora. Ella se alegraría de verme, se dijo, y ya no abortaría ni comerá sólo flores silvestres.

No bien el Soplador llegó a su maloca, puso la pava sobre la barbacoa y le dijo a su mujer que ahí está pues la pava que tanto quieres, anda a componerla y prepárala para comer los dos, que él también estaba de hambre y se acostaría en la hamaca para descansar. Entonces su Servidora le dijo, oye, ¿Por qué te burlas de mí? ¿Qué te crees para que me traigas una pava de palo? ¿Una pava de palo?, se estremeció el Soplador, y de un salto estuvo en la barbacoa. De veras ahí estaba una hermosa pava de madera, de esas que los renacos escultores suelen crear con sus raíces a través del tiempo. El Soplador se sintió burlado y decidió que quemaría la pava, que la arrojaría al fuego para calentar la maloca. Pero cuando la iba a tomar en sus manos. La pava de madera abrió sus espléndidas alas de jaspes marrones, lanzo al viento su característico “¡cúju...!” y alzó el vuelo hasta perderse en la oscuridad de la noche.

El Soplador y su Servidora se miraron turbados. Luego ella, como si aquella visión fuera algo cotidiano, le dijo que mañana te irás otra vez al monte y me traerás una pava de carne y hueso, no me gustan las pavas de palo. El Soplador congeló en su rostro una sonrisa de miedo.


FIN

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