Carátula: Lando (Fotografía – vista del Bulevar de Iquitos desde el Centro Artesanal)
German LequericaGregorio
Hace mucho tiempo que vivo en esta casa, desde aquella tarde, según he oído decir cientos de veces, en que doña Prudencia, recién casada, me encontró extraviado en un parque. No recuerdo nada de eso porque entonces era muy pequeñín. ¿Quiénes serían mis padres? Nunca lo quise averiguar ni me importó mucho eso del árbol genealógico y etc. Digo esto porque la gente apenas me conocía se interesaba por el color de mi piel y de mis ojos, y hacía preguntas zonzas acerca de mi raza y procedencia. Lo cierto es que me amamantaron con biberón, me dieron todo el amor que tenían, y yo crecí en la idea de que era uno de la familia. Doña Prudencia, a quien adoro como una madre, me colmaba de regalos y me daba todo lo que pedía, las más ricas golosinas y esos sabrosos helados de fresa, de leche o de chocolate, que tanto me gustan.
Pasó el tiempo. Crecí. Me hice grande y fuerte. Al menos eso es lo que creo. Entonces, por las noches, salía de la casa a hurtadillas. Salía a vagar, a mirar la noche, a recorrer las calles desiertas. Me gustaba agazaparme como los gatos y asustar a las pobres cucarachas del jardín. Una vez, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, mientras espiaba silencioso, tensos los músculos, vi que una lagartija se ponía al acecho. Estaba quieta, con los ojos abiertos y brillantes. Su lengua roja y elástica dibujaba zetas veloces ocultándose pronta entre sus apretadas mandíbulas feroces. Luego acomodó sus patas para el ataque, recogió su pescuezo lo más que pudo arrugando el lustroso pellejo tornasol, y dio el salto de muerte. Entonces oí un chillido lastimero, voces de socorro, un desesperado batir de alas que se rompen, y coletazos. De pronto silencio. Un jadeo y otra vez silencio. Yo estaba como petrificado, mudo, incapaz de mover los brazos ni las piernas, ni respirar. Todo había sucedido en pocos segundos. Se me hizo un nudo en la garganta y estuve a punto de sufrir un colapso emocional. Pasó unos instantes y vi que la lagartija, campante, con un grillo verde entre las fauces se alejaba presurosa por entre las matas de geranio a devorar su presa. Esto fue demasiado, tuve náuseas. Desde aquella vez no vuelvo por las noches al jardín y siempre tengo sueños horribles.
En cambio se me hizo costumbre subirme a las azoteas y observar a los vecinos. Conozco a toda la gente del barrio desde los techos de las casas. A veces me sorprenden espiándoles cuando me paseo de día, parsimonioso, como quien está tomando un baño de sol. Algunos me dicen:
- Gregorio ¿qué haces ahí?, ¡¡Vete!!
Pero cuando salgo en las noches no se dan cuenta de que los miro. Entonces puedo ver cosas lindas, sobre todo - ¡aparte, claro, de los dormitorios de las muchachas! - las lejanas estrellas y la luna llena. Sé muchas cosas de las noches del barrio. Sé por ejemplo que la luna sale por las ramas del eucalipto que tiene allá en su jardín la vecina Lucrecia, y se oculta justamente por la azotea de los Alonso, donde hace guardia puntual y amenazante el fiel “Barrabás”, el terror de los gatos del vecindario. Sé que muy entrada la noche algunas sombras humanas caminan por las azoteas y van a robar a las mucamas o a las señoritas sabe Dios qué cosas. En fin, sé que Lupita, la chica más guapa del barrio tiene un lunar en la espalda, abajito, cerca de la cintura. Es un lunar negro, negro. Lo he visto tan de cerquita que una vez sin darme cuenta derribé un macetero. Ella me miró asustada, y cuando se dio cuenta que era yo lanzó una carcajada. No me tiene vergüenza y creo que hasta se deleita con mi presencia. Creo esto porque cuando llego tarde a la ventana de su cuarto de baño me dice:
- Gregorio ¿dónde has estado, no sabes que es la hora del baño?
Y canturreando empieza su strip-tease. Yo soy el único espectador. Aunque ella sabe que no soy un peligro, entorna lo suficiente la ventana y solo puedo mirar con un ojo. Pero me basta. La veo totalmente sin nada, desnudita como Eva sin la hojita de parra, sin nada. ¡¡Se afeita!! Y los ojos me bailan desorbitados, felinos, amarillos. Esto de su strip-tease me deja sin aliento, afiebrado. Cuando desea que me vaya me salpica agua graciosamente con los dedos. Y me voy. Pero pensando en ella, en su risa juvenil, en su inocente coqueteo y en sus labios adorables como capullos.
¿Estaré enamorado? No lo sé. Pero desde que somos amigos siento celos cuando la veo salir con algunos de los idiotas del barrio. Y la espero hasta que vuelva. Cuando entra al baño, la veo desvestirse apresuradamente y asearse. Entonces me mira y no me da importancia. Se revisa minuciosamente el cuerpo, en especial los pechos donde algunas veces se ven huellas de labios como ronchas encarnadas que al día siguiente se tornan moradas o negras. Otras veces apaga la luz y no sé qué cosas hace en la oscuridad. Una vez me dio miedo porque se puso a jadear y gemir como si estuviera presa de una convulsión o algo por el estilo. Hasta me pareció oír que repetía mi nombre, que decía: ¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Estará enamorada? No lo sé. Pero creo que alguna de estas noches, cuando apaga la luz, podré averiguarlo.
Y van pasando los días. Todos iguales. En la casa, de un tiempo a esta parte nadie me da importancia. Me miran con indiferencia, como si no existiera, como si fuera un ser de otro mundo. Los viejos no paran casi en casa y cuando lo están ya no me dirigen la palabra como antes. Cuando me ven recostado sobre el chaise-longe, me dicen:
- Gregorio, ¡vete a tu cuarto! No piensas sino en dormir, ¡holgazán!
Ayer escuché a doña Prudencia, mi mamá, decía hablando con mi padre:
- Creo que es tiempo de casar a Gregorio. Se le ve muy solitario, decaído, sin ánimo para nada. Se pasa los días durmiendo. ¿No crees que debe hacerse de familia?
Mi papá no dijo nada. Me puse a pensar: “Quieren casarme, ¿con quién? ¿es que ya tienen ellos la novia? No, esto no puede ser. Ahora es cuando yo debo hablar fuerte. No soy un ser inferior para que decidan sobre mi matrimonio, así porque sí, como les viene en gana”. Toda la sangre se me subió a la cabeza. Encorvé la espalda desperezándome y en un enorme bostezo alcancé a gritar con todas mis fuerzas.
- ¡¡¡Cásenme con Lupita!!!
- ¡¿Eh, oíste?! Gregorio ha dicho Lupita – dijo doña Prudencia dirigiéndose a mi papá, y me miró asombrada, incrédula. Yo bajé los ojos avergonzado y contrito. Entonces se me acercó y me hizo una caricia maternal como no lo había hecho hace tiempo.
- Mi pobre Gregorio ¿tú también estás enamorado de Lupita?
Aquí fue que mi papá dejó la lectura. Me miró despectivamente y con un brillo maligno en los ojos le dijo a mi madre:
- Oh, Prudencia ¿estás loca?, los gatos no hablan.