miércoles, 28 de octubre de 2009

El Soplador y el Chullachaqui

GERMAN LEQUERICA




Ediciones ORUGA
Colección:
Narrativa
Amazónica

Primera Edición Electrónica: 2003
Segunda Edición Electrónica: Octubre 2005

Iquitos, Octubre de 2009. Germán Lequerica
Edición a cargo de Lando
Carátula a cargo de Lando
De esta edición: Grupo Oruga de Acción Cultural
Távara West 395 - Iquitos

INTRODUCCION
“En el mito de creación de los Boras, el Soplador es el Hombre, el Sol-del-centro, y la cerbatana (pucuna) su arma principal para la caza, pues él provee la carne (mitayo) de la alimentación familiar, mientras su mujer, a quien denomina su “Servidora”, se dedica a las labores agrícolas. Ella a su vez se refiere a él como a su “Servidor”.
Los Boras, al igual que la mayoría de los grupos nativos Amazónicos, pueden “sentir” la proximidad de la variada fauna silvestre: distinguen a las aves por su canto, huelen a las serpientes, osos y cerdos del monte.
Consideran a los animales de tierra, agua y aire, así como a los árboles y toda la flora, como a sus ancestros desde el inicio de los tiempos, de los que ellos vienen a ser el resultado final de una simbiosis étnica, en la que participan todos los elementos del entorno selvático y al que pueden volver en vidas sucesivas como árbol, tigre, duende, paloma, río, lluvia, pez, trueno o rayo”.

Virginia Roca López, Grupo Oruga de Acción Cultural

EL SOPLADOR Y EL CHULLACHAQUI

Luego de su encuentro con el Otorongo, el Soplador siguió buscando la pava que su Servidora encinta le había pedido como un antojo. Notó que ya no llovía, que un tibio resplandor le acariciaba el rostro cobrizo y que el aire alborotaba las copas de los árboles con su aleteo refrescante.

Había sol y brisa, se dijo. Eso era bueno. Tal vez ahora las pavas se animaban a salir con sus polluelos en busca de alimento, se toparían con él, y de ese modo su Servidora ya no abortaría ni comería sólo flores silvestres. ¿Acaso él no era el Sol-del-Centro, el mitayero más diestro de toda la selva?

Razonaba así cuando escuchó a lo lejos un canto. Lo reconoció con una sonrisa que entrecerró sus negrísimos ojos. “Es una pava –susurro -, ¡al fin!”. Y en vez de seguir por la trocha se internó en la cerrada maleza. Con el mayor sigilo sorteó arbustos, sogas y cortaderas, quebrando a su paso las ramitas que le señalarían el camino de retorno.

Avanzó un largo trecho así, cauteloso, atento a cada sonido, a cada hoja que se movía fuera de su alcance, y cuando calculó que por ahí nomás debía estar la pava, se detuvo. Paró las orejas para captar el más leve ruido que delatara la presencia del ave. En eso, un nuevo canto. Similar al anterior, pero distante.

No se había dado cuenta que a escasos metros de sus pies descalzos, oculta detrás de una mata de bijao, una pava temblaba de miedo. Al verlo acercarse, había ordenado a sus polluelos esconderse debajo la hojarasca, mientras ella, con el pescuezo en alto, espiaba al Soplador por las rendijas de las hojas abiertas en abanico.

En la breve pausa, el Soplador observó el entorno y no encontró rastros del ave. Entonces calculó el lugar exacto de la pava que había cantado la segunda vez. Revisó sus armas y se abrió paso por el monte a gran velocidad. Ahora sí la ubicaría y la soplaría a primera vista.

Libres de la amenaza, la pava y sus polluelos volvieron a su rutina de perseguir insectos entre hierbajos y cortezas podridas. Pero la pava sabía que ese último canto no era el de una pava como ella y que algún espíritu del bosque le había imitado su canto para salvarla del peligro.

Se alegró por ello y reunió a sus polluelos.

-Niños -les-dijo-, este lugar no me gusta. Huyamos.

Entre tanto, el soplador había llegado al borde de un descampado en medio monte. Debía ser una chacra abandonada, una purma, pensó. Árboles viejos y altos circundaban el pequeño cultivo. Ocultas por la hierba crecida vio en el interior algunas frutas maduras: piñas olorosas, cashos amarillos y rojos, huevos de gato en sus racimos llenos de hormigas.

Se le hizo agua la boca, y sin pensarlo más se metió en la chacra. Desgajó una piña rosada, la peló con su breve cuchillo curvo y se la comió en un santiamén, estaba dulce y sabrosa, se dijo, y aunque picados de pájaros, los cashos debían estarlos también. No los cogió porque ahí mismito se acordó de la pava.

Pero en eso descubrió en el suelo húmedo la huella de un pie que no era el suyo, y un paso más allá un rastro borroso como el de otro pie más chico, sin dedos. ¡Serían las pisadas de un ser que cojeaba al caminar? Al pensar así sintió como que alguien oculto le ahuaitaba desde el lindero de la purma. Y un súbito estremecimiento le recorrió el cuerpo.

-¡Chullachaqui! –susurro-. ¡Estoy en su chacra!

Aunque él no se asustaba así no más, temió por su suerte. Sabía que este demonio del monte, este espíritu a veces burlón y travieso, no perdonaba una ofensa. Confundía los caminos o los borraba para extraviar a sus víctimas, las enfrentaba a visiones de animales desconocidos y feroces. Sintió un ligero desmayo y se arrimó a un arbusto para no caer.

Entonces lo vio asomar por entre las matas de piña y venir hacia él, balanceando el cuerpo. Era casi un enano, barrigón. La extraña criatura tenía el rostro cambiante, como el de una máscara que reproducía al mismo tiempo los gestos de la ira, el sarcasmo, la risa. Traía en la mano una delgada rama de huingo, agitándola como un látigo amenazante.

Los viejos contaban a los niños en las noches de miedo que el Chullachaqui llevaba en sus holgados pantalones saltacochas, baratijas de origen desconocido, luciérnagas de fantasía, olores y sonidos delirantes, y en los amplios bolsillos de su camisa de vichí a rayas, pinturas de colores estrafalarios, dibujos de personajes míticos, auroras boreales y arcoiris. Por eso, cuando por algún motivo se enfurecería, arrojaba estos elementos al aire produciendo estallidos, reflejos deslumbrantes, fuegos fatuos y apariciones fabulosas. Quienes tenían la desventura de presenciar estas visiones enloquecían sin remedio.

Se detuvo a unos pasos del Soplador y le dijo:

-Sé quién eres. ¿Qué haces en mi chacra?

Las palabras de aquella voz grave y áspera golpearon los oídos del Soplador como ramas que se desgajan con el viento. Comprendió que se enfrentaba a un adversario poderoso y decidido. Sabía que los espíritus del bosque gobernaban sabiamente la existencia y el destino de los que allí moraban desde el inicio de los tiempos. Ellos podían dar o quitar, premiar o castigar. Así había sido siempre, y así sería.

-Pasaba por aquí. No sabía que era tu chacra –atinó a responder el Soplador.

Y se dio cuenta que no estaba asustado, que más bien se sentía seguro de sí mismo, dispuesto a enfrentarse a esta realidad que amenazaba mellar su condición y jerarquía de Sol-del-Centro.

-¿No lo sabías? ¿No viste acaso mi fruta preferida, el huevo de gato?

-No me fijé. Sólo vi las piñas y los cashos.

-¡Mientes! ¡Que haces aquí!

-Sólo busco una pava para mi Servidora. Está encinta y es su antojo.

Entonces el Chullachaqui se enfureció como nunca y le dijo no me importa el antojo de tu mujer, todos los animales del monte son míos, no los puedes soplar sin mi permiso. Ellos vivían huyendo de los cazadores, eludiendo las trampas, le dijo, tú no puedes matar a mi Pava Pishca, a mi Hullpa Venado ni a mi Huapo Colorado. Se estaban extinguiendo y por eso ya no los encontraba en su camino, desaparecerían si no los defendía ¿Y de qué voy a vivir? ¿Qué voy a comer?, le pregunto al soplador. Caza lo que encuentras cuando te lo regalo, no seas antojero. Pero el Soplador insistió que sólo estaba buscando una pava cualquiera, si no la llevo, mi mujer abortará. Así que le suplicó que le permitiera encontrarla. Sólo por esta vez, le dijo. ¡Aja!, quieres que te regale una pava, ¿no? Pues bien, toma. Búscala aquí, le ofreció sacando de sus repletos bolsillos un manojo de dibujos. Escoge la que quieras.

El Soplador desplegó los papeles en la hierba pero en ninguno de ellos encontró la pava que quería, porque los dibujos eran de aves que él nunca había visto.

-No está la que busco - se lamentó decepcionado.

-Claro que no. Las que están allí ya no existen, fueron exterminadas en otros tiempos. Pero aquí tienes algunas que puedes atrapar –le retó.

Y lanzo al espacio visiones de aves fabulosas cuyos vuelos se entrecruzaban en medio de granizos aterradores. Al instante cayó sobre el lugar un repentino arcoiris: las gotitas de luz iluminaron el bosque y el cuerpo del Soplador como una tenue garúa de colores. Entre el asombro y la locura, éste empezó a disparar sus flechas envenenadas contra aquellas apariciones. Eran pavas con cabeza de tortuga, de mono o de serpiente, alas de mariposas azules, de bocholochos o de garzas, colas de oso hormiguero, de caimán o de aves del paraíso.

Apenas los virotes del Soplador daban en el blanco, las visiones desaparecían como globos que revientan. Pero una pava fue alcanzada, plegó sus alas y rebotó en la hojarasca al pie de un enorme castaño. El Soplador la recogió apurado y la aprisionó en sus brazos. Y como un poseído emprendió el regreso, festejando su triunfo con gritos desaforados. Mientras se alejaba, la sarcástica risa del Chullachaqui se expandió en el monte, resonando en las hojas y en el aire.

Anochecía ya cuando el Soplador, en desesperada carrera por el bosque, encontró al fin la trocha perdida. Fue entonces que dejó de correr y pensó en su Servidora. Ella se alegraría de verme, se dijo, y ya no abortará ni comerá sólo flores silvestres.

No bien el Soplador llegó a su maloca, puso la pava sobre la barbacoa y le dijo a su mujer que ahí está pues la pava que tanto quieres, anda a componerla y prepárala para comer los dos, que él también estaba de hambre y se acostaría en la hamaca para descansar. Entonces su Servidora le dijo, oye, ¿Por qué te burlas de mí? ¿Qué te crees para que me traigas una pava de palo? ¿Una pava de palo?, se estremeció el Soplador, y de un salto estuvo en la barbacoa. De veras ahí estaba una hermosa pava de madera, de esas que los renacos escultores suelen crear con sus raíces a través del tiempo. El Soplador se sintió burlado y decidió que quemaría la pava, que la arrojaría al fuego para calentar la maloca. Pero cuando la iba a tomar en sus manos. La pava de madera abrió sus espléndidas alas de jaspes marrones, lanzo al viento su característico “¡cúju...!” y alzó el vuelo hasta perderse en la oscuridad de la noche.

El Soplador y su Servidora se miraron turbados. Luego ella, como si aquella visión fuera algo cotidiano, le dijo que mañana te irás otra vez al monte y me traerás una pava de carne y hueso, no me gustan las pavas de palo. El Soplador congeló en su rostro una sonrisa de miedo.

FIN